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Juan Manuel Macías

 

Cuando terminamos de leer un poema, o concluye una música, o se nos marcha una calle, o dejamos atrás un rostro que se cruza al azar, es como si se acabara un poco el mundo.

Una de las muchas magias de la poesía, y de las que más me asombran, es la notable resistencia del poema a asimilar los engranajes de nuestra memoria, ese teatrillo donde jugamos y nos desvivimos por reconstruir lo ya vivido. Tal vez porque el poema es pura memoria no sabe resignarse a ser una simple imagen mental, como la que podamos tener de fulanito o de menganita. Queremos recordar un poema y nos lo encontramos de pronto ya vivo (más bien re-vivo) en nuestra voz y en nuestro gesto. Y el poema entonces, o esos dos o tres versos que solicitábamos a nuestro recuerdo, son como la Amada exacta de don Pedro Salinas: "Tu recuerdo eres tú misma. / Ahora ya puedo olvidarte / porque estás aquí, a mi lado."

Me gustan los poemas que no me terminan de decir, o que no los entiendo del todo, como si hablaran en un entresueño. Al poema que fía todo en un mensaje lo saludo y lo despido como al cartero: Mensaje recibido. Que tenga buen día. Pero los buenos poemas regresan siempre nuevos, a la luz del sol o en la oscuridad más terca. Como la voz de los amigos, los buenos poemas son repentinos, inagotables, infinitos.

LAS DONCELLAS (De "Azul de enero", 2003)
Sabático torrente de caderas,
labios, senos, sandalias: es la vena
dulce de Venus. Miel y cabelleras
bajo la noche que se agita y suena.
Y queda un parloteo en las aceras.
Y queda un haz de farolas en pena.
Polvo fugaz del mundo. Carcajada
hacia el domingo, el lunes y la nada.

IMAGEN DE BEATRIZ PINTADA POR ROSSETTI (De Azul de enero, 2003)
Este dolor tan dulce al contemplarte,
imagen muda, inmóvil fugitiva
de las horas (al tiempo que cautiva),
no sé de dónde viene, ni qué azar te
ha traído a trazar en esta parte
del mundo, en este cuarto, una ventana
donde, en tus ojos, la eterna fontana,
la fiebre por ser siempre y no acabarte.
Esta seda que araña, esta extrañeza
que es el hogar, no puedo describirla,
ni sé qué hechizo entre las sombras reza.
Es como un largo y silencioso grito
(una llamada acaso) es una esquirla
que se clava tiznada de infinito.

ABRIL Y LA CHICA DE LA CANTIGA (De Azul de enero, Madrid, 2003)
................................E nulhas guardas migo non trago
................................ergas meus ollos que choran ambos
......................................................[Martín Códax (s. XIII)]
La lluvia en el tejado y tú lloviendo
de tus ojos, eterna, en la cantiga.
Abril. El mar sombrío. Y tú, la espiga
sola y frágil, tejiendo y destejiendo
por la encharcada noche. Yo te tiendo
todo mi espeso sueño y mi fatiga,
pero tú no me escuchas, alta amiga.
Tú, vigilante y sola. Yo, cayendo.
Quien te soñó de cara al mar de Vigo
ha muerto, ha muerto igual que yo y que todos.
Quedan tus ojos rotos en mil gotas,
la sal de abril sonora de gaviotas.
Y tú lloviendo. Y yo por estos lodos
sé que nunca seré ―nadie― tu amigo.

VERANO / TIEMPO / SEGUIDILLA (De Cantigas y cárceles, Isla de Siltolá 2011)
Urdimbre del verano
la araña teje:
reina de los rincones,
pequeña muerte.
Antes de que llegáramos
ya hilaba nieve,
envenenado y solo,
su frío vientre.
Y nos habremos ido,
y el sol de siempre
se mecerá en su tela
hecha de ayeres.

TRENES (De ‘Cantigas y cárceles’, Isla de Siltolá, 2011)
En noches de los trenes, infinitas
de negritud y ávidas de empeño,
dejaba mi niñez las nunca escritas
letras azules, velas de entresueño.
Tiernos compases al sombrío acero,
sombra tras sombra, se encauzaban fieles;
y yo volaba, sin saber que Homero
ya urdiera el canto de aquellos rieles.
Canto del corazón agazapado
tras la ventana donde aún se clava
la pupila del niño imaginado
que veo al otro lado. Y yo volaba
sobre las noches de arrojadas crines:
montes en fuga, resbalados talles
de perfiles trazados con carmines,
peñas de guiños y celestes valles.
Volaba en largas noches de alamedas
ceñidas por sonámbulos caminos
embozados apenas en las sedas
que hila la estrella de los dedos finos.
Y aquellos mudos, ateridos puentes
sobre ríos dormidos: enarcadas
piedras de luna y soledad, holladas
por princesas —pensaba— transparentes.
Volaba la niñez en nervio y vela,
sutil estela que me arrastra ahora
y siempre, atravesando la acuarela
que diluía un mundo sin aurora.
Errante mundo, cuando florecías
ya en mis ojos llorabas de marchito:
buscaban nombres tus geografías
y sin nombres marchaban: oh infinito,
¿En que armazones de inocencia y sueño
podría hallarte para que ahora suenes?,
alto violín, alma de Clavileño
que poblabas las noches de mis trenes.

JUGUETE (De Cantigas y cárceles, Isla de Siltolá, 2011)
¿Quién deshoja las tímidas alcobas,
la bandera del cielo de la infancia?
Rito lustral, estela de ignorancia,
¿en qué jardín o frente acechas, robas

con tu inferior escrúpulo de escobas
la luz vencida, el aire, la sustancia?
¿Por cuál rincón perdido de la estancia
gira un ángel de burlas y de trovas?

¿En qué cabal tesoro, fiel custodia,
duele la angina, el cuidadoso beso,
mi juguete estrellado al fin del día?

Desmontas el recuerdo a su prosodia
plana y perfecta, y sólo dejas eso:
el artefacto y la melancolía.

LAS MUCHACHAS DE OTOÑO (De Cantigas y cárceles, Isla de Siltolá 2011)
Las muchachas de otoño enhebran amarillos
con la mano segura que inculca la gaviota,
mientras el río marcha con nada en los bolsillos
más que el estaño pobre de una luna remota.

El río, arrebatada mudanza en recipiente
de implacable cristal o de delirio helado,
enseña a las muchachas de otoño un casto oriente
y sus cabellos largos los tiñe de pasado.

Oh, sus cabellos caen por la tarde morena
sobre el hombro leal de los violoncellos
para obrar la romanza que preludia la arena
y el rondó de aguamar que amarga los pañuelos.

Las muchachas de otoño llevan gafas de olvido
y en sus ojos el viento sedicioso bracea.
Sus besos son el musgo, golondrinas sin nido
sus caricias, y el rizo de una agónica tea.

Sus zapatos oscuros son el alma del roble
que pasa por el mundo y enaltece las calles.
Sus tobillos postulan la esperanza más noble
y caben tantas láminas en sus brumosos talles.

Las muchachas de otoño son las ventanas netas
que eternizan la lluvia en sueño y amaranto,
y en sus pechos las horas ceñidas con violetas
pisan las turbias uvas sobre el lagar del canto.

SIN TÍTULO (De Cantigas y cárceles, Isla de Siltolá, 2011)
Cascabel del instante, breve acento,
intensidad o tráfago en el margen.
Huésped
elíptico
de las bajas noches.
¿Dónde
tendré ya que beber tu luz más básica,
depurada en esquinas
de lento lento olvido?
De nuevo el ademán de deshacer el paso
no trae más que un residuo de encadenadas sombras
en la miel irreversible del crepúsculo.
No hay contrapunto fiel a tanto esquema
ni siquiera una rúbrica en flor de su mentira:
al fondo de la voz yace un extraño
trajín de oscuros, enrarecidos caminos.
El viento lleva a ras de suelo el hambre.
No hay mundo ya:
sólo un candil de espera.
(¿Quién deshoja las tímidas alcobas,
la bandera del cielo de la infancia?)
Ave sin norte, azar, esquirla o trépano
te llamaré por siempre, asumidas las reglas
de este azul de placenta que inventa su vigilia,
cuando en sueños aún, en la última gesta,
queríamos abrir de par en par el día
y oscurecimos de pronto, como en los cuentos grises.
Demasiado pronto
para tanto equilibrio
arruinado en las curvas de tu precario reino.
Oh pobre, pobre criatura, inútil parpadeo,
afán minúsculo, mortaja o canto
dejado a la ceniza codiciosa
y a las manos avaras del silencio.

LA NOVIA CÍCLICA (De Tránsito, DVD Ediciones 2011)
La novia ha despertado de su largo sueño
en su alcoba casi transparente de pura lejanía,
entre un escorzo de sombras y espejos turbios como leyendas;
y regresa una vez más, incesante tejedora,
a su labor no acabada de muchos inviernos,
a su perpetuo vestido blanco a medio hacer.

Ha despertado cuando un letargo enfermo de violeta lame las ventanas,
cuando las cigüeñas dejan a los campanarios solos con sus acertijos
y la frente devanada de cielos y suicidas;
cuando los grillos ya no sostienen el moroso engranaje de la espera;
y las alamedas,
que son la materia del viento y sus tirabuzones verdes,
entonan un coro distinto, grave, de anhelo y frío y tiempo.

La novia ha dormido un tibio sueño de gorriones
sobre su lecho de muñecas mutiladas,
bajo el desván de los dioses de hojalata
y una techumbre soñadora de intemperie.
Pero ahora ha despertado (otro año más)
para contar con su ábaco inequívoco la caída de otro ejército
en el claro confín del desconsuelo;
para doblar una vez más su espalda calma de planeta
mientras la espuma nupcial se despliega en sus rodillas.
Y atender su labor con ojos mansos,
con ojos del color de esas cancelas colectivas
que guardan la huella de tanta mano manchada de ponientes.

Porque ha llegado la hora de hilvanar con suave cuidado
las primeras constelaciones, tan delicadas, del invierno,
y de tejer con largo amor desvelado, con secreta ternura,
ese frío blancor que palpita inocencia
como el sobresalto del agua en el final de un pozo.

Cada hilo,
cada estambre que se alimenta con oscuridad y naftalina,
ha de encontrar otra vez el murmullo de su cauce,
a tientas, lentamente, y reinventar sus márgenes
al modo del río que se lleva la historia desfallecida en su regazo,
los paisajes arruinados en su fuga y las miradas rotas
y las letras escondidas con prudencia en los dobladillos.
Cada hilo ha de reunir el fino lienzo de una tarde
que se desliza sin sentir hasta quedar en un susurro,
apenas un destello, un hálito de sal sobre los párpados.
Cada hilo se parece al mundo, que se deshace en las cunetas
con los rabos vencidos de todos los gatos muertos.

Porque la novia, otro año más, está tejiendo para vosotros
su largo invierno en vela, vuestra historia,
o la blanca mortaja de las promesas que apacientan al olvido.
Más allá de la novia
las luces van muriendo, una a una, en las ventanas,
y una calle se tiende como una palma abierta al cielo y despoblada,
y las plegarias se amontonan en pilas de comienzos
sobre las flores podridas de los pretendientes.

EL FINAL DEL PARTENIO (De Tránsito, DVD Ediciones 2011)  
Os estuvimos esperando toda la noche del mundo.
Vuestra era la luz inquebrantable que crece en la vigilia,
el afán de los zapatos obligados al suelo,
la cautela, la lentitud, los límites.

Malabaristas enfermos de los buenosdías,
pastores de sensibles meridianos,
os quisimos acoger como se acoge un lamento
y arruinamos un triste horizonte por oíros.

Os estuvimos esperando detrás de una sonrisa intacta
y apenas os conocíamos, poco más de cuanto la noche propaga
peinándose las galernas sobre las azoteas.
Pero todo estaba en orden para vuestras manos largas,
todo para vuestro apetito de claridad y calles,
y la luna parecía lo que siempre sospechábamos:
la letra de un bolero descuidado
para escribir con saliva al dorso de las mujeres.

Porque habéis de saber
que si alguna vez robamos una excusa del cielo
o bebimos de las crines finísimas del vértigo,
fue para que llegarais al pie de la vendimia
como un azul desmedido que vomita su resaca.

Tantas veces fue preciso, sí,
volver a edificar sobre Aristóteles
una perfecta y nítida constelación de nalgas,
como tantas y tantas otras enloquecer en una rosa.
Tensaros como un arco hecho de sueños,
darle hilo, sin mucha fe, a una golondrina
para que vuele y gire y ascienda más allá de la frente.

Y todo fue por vosotros, por vuestras pupilas intachables,
tan débiles de tan redondas,
donde quisimos perdurar y convertirnos en un temblor lejano,
elemental divisa que os mantuviera a salvo
cuando fuerais a caeros por vuestra propia piel.

Desfondamos la noche de una voz limpia, indefensa,
y os ofrecimos las vulvas trenzadas en coro,
como quien regala la ternura de un pequeño animal ciego;
una página en blanco sólo para vosotros,
donde pudierais llorar sin doblez de calendario
y lamer hasta el cansancio vuestra propia muerte.

Os estuvimos esperando al fondo de la sangre;
habitamos planetas prematuros,
torres en llamas de extraviada ciencia,
y nos hicimos abismo, y nos unimos en la furia
que lleva a descuartizar las más inocentes preguntas
o asolar territorios bajo el candil del pecho.

Pero nunca llegasteis,
y siempre se hizo tarde,
y todo un delicado hemisferio se oxidó de pronto.

Y aprendimos entonces que no tiene patria la noche
sino el vino reseco que queda en las alcobas
y un perdido gramófono que fatiga su centro,
que gira ya sin ninguna música o razón,
donde se amargan los cuerpos traspasados de vísperas.

CADENCIA (De "Tránsito", DVD Ediciones, 2011)
Vinieron los desiertos
gritando
para besar el filo de los párpados.
Pudiera ser la sangre
una partitura en blanco.
Y el corazón vagaba por sus márgenes
arrancándose las tardes una a una.
O tal vez la esperanza
un tardío paso de baile
desarbolado sobre el calendario.
Pudiera ser el miedo
la habitación de un hotel
momentos antes de mudar de ángel.
Era tanta la cólera o el llanto
que todas las agujas solidarias
marchaban como un sueño
a clavarse en los ojos del piano.

¿HELENISTA?
(Empecé a escribir este poema en prosa como un pequeño homenaje a la gramática griega de Berenguer (sí, tengo momentos así). Pero me di cuenta de que era un poema de amor. No a nadie en concreto, ni siquiera a Berenguer. Un poema de amor a una lengua hecha de infinitos cuerpos y voces. Una lengua que es un poco mi vida, aunque siempre la veré desde la perspectiva del bárbaro.)

Recojo las hojas de la gramática griega de Berenguer como el que junta un azar destartalado de días. Un nuevo remiendo para un libro viejo. Tal vez, en otra vida posible, otro ejemplar intacto esté esperando su eterno turno de desguace. Pero este pulcro afán de cuadernillos y de tablas vivió conmigo y se desencuadernará, fatalmente, con mi vida. Terminé por adoptarlo o él me adoptó a mí. Un desconocido escribió con mis manos mi nombre en la primera página. También una fecha, seguramente impostada, para consignar el legendario día del comienzo. Cualquier día, de hecho, hubiera podido ser el primero. Vivió conmigo este libro, sí, y supo volverse amarillo por igual con el amor o la esperanza. Mi ignorancia terca, mi continuo miedo a la desmemoria lo fueron deteriorando, oscureciendo, contaminándolo de mí, poblándolo aquí y allá de un tráfago de huellas dactilares. Surcos del miedo a no saber, o a no saber aún lo suficiente. No dejo de acudir a esas hojas para confirmar, entre zozobras, que todo está en su sitio, perfectamente tabulado, que el verbo τίθημι se sigue conjugando igual que ayer o antes de ayer, o cuando Quevedo y Góngora se intercambiaban sus brillantísimos insultos. Inalterable en la luz del sí o en la esquina más procaz del desconsuelo. Que ningún horror sobre la oscura tierra haya rozado siquiera esa sonrisa encerrada en su redoma, por la que tantos y tantos labios han pasado para confundirse al final con el gran río de las voces. A veces me acomete un sueño horrible. Estoy en medio de una plaza colmada de gente. Estoy desnudo y todos me señalan, porque no sé conjugar, de repente, el verbo τίθημι. Y entonces algo muy delicado y vulnerable en mi identidad se desploma, como el orgullo de un boxeador derrotado. Si Borges dijo en algún lugar que el olvido es una parte de la memoria, el griego, entonces, es una parte inagotable del olvido. Y pienso ahora en la inteligencia apasionada de Michael Ventris, en sus laboriosos insomnios sólo para arrebatar en su despacho una palabra griega al silencio del mundo y la materia, a ese negro pedazo de arcilla micénica donde transitara la jornada anodina, la vida indescifrable de un escriba. Y hubo una noche en que el mundo, a coro con Ventris, recordó en justicia una palabra griega que significaba "mesa". Pudo ser aquella noche o esta noche o todas las noches posibles (¿la recordaría Ventris, también, cuando se mató en su coche?). De hemisferio en hemisferio, el mundo, giratorio confidente de sí mismo, se regala al oído una palabra griega, tocada aún con el primer rocío y esa leve alegría triste del amor que comienza. Y yo recojo las palabras griegas de mi vida como el que busca y busca los más hermosos márgenes de la noche, la hipotética forma definitiva de su edificio. Y no tengo más clara conciencia de escribir en español como cuando, a un lado y otro de este cauce de palabras a tientas, advierto el infintito acecho del griego con todos sus brazos o presagios. Y pienso, por poner un ejemplo sobre la mesa, en tus grandes ojos negros, más allá de las máscaras que ríen o que lloran sin solución de continuidad. Más allá de ese rosario de vidas a través de las que hablas y te mueves. Pienso en tus ojos como el que pasa por un largo umbral de sombra, o se imagina sombra, un Sócrates vagabundo rodeado de gatos, a punto de transfigurarse también en gato suburbano y paradójico, incordiando la luna con preguntas, asaetado de calles en cualquier ciudad donde sólo habita tu ausencia. Y pienso en esas calles como los esmerados trazos que fijara el escriba para mayor gloria del insomnio. Y en la oscura arcilla de Micenas. Y en la noche como una infatigable mesa, sus palmas abiertas, de pronto inflamadas de mirtos. Y pienso en tus ojos y en qué forma tendré si tus ojos me piensan. O si me miran realmente. O si, en el fondo, están mirando más allá de mí, escrutando, desordenando los días recorridos fotograma a fotograma. Transparentándome hacia la norma tajante del horizonte. Recojo las hojas de la gramática griega del otoño, y escapan de mis manos al cielo con un repentino pálpito de alas extendidas. Donde tu voz y los siglos van labrando, tan delicadamente, su absoluto. Donde mi casa. Mi extraña casa. 

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